En mi casa siempre se ha escuchado copla. Mi madre no perdonaba un día sin poner, a todo volumen, el programa “Feria de coplas”, que emitió Radio Intercontinental de España, al menos durante la década de 1970. Mi padre, asiduo del Rastro madrileño, cada domingo volvía con casetes de canción española, flamenco y estilos hermanados. Yo lo soportaba como podía; nunca quise saber nada de aquellos estilos musicales que, al fin y al cabo, representaban los valores de la autoridad paternal. Pero, sin quererlo, como si fuera por difusión osmótica, aquella música penetró en mí y, con el paso de los años, me di cuenta de que sabía bastante de copla, de sus intérpretes, sus autores y sus principales canciones. Según me he ido haciendo mayor, la he ido valorando y me he reconciliado con este género, de la misma manera que nos reconciliamos con nuestros padres tras habernos enfrentado a su modo de vida, y a sus valores, durante la adolescencia y la juventud.
A pesar de que es un estilo musical incluso anterior a la II República (por cierto, muy escuchado durante este período), la copla casi siempre ha estado asociada al franquismo ideológico. Como acertadamente cuenta Marina García Moreno en su artículo “El silencio a voces. Una historia de las mujeres a través de la copla”,
“El proyecto ideológico del franquismo requería de un control radical de la sexualidad y, para ello, el adoctrinamiento de las mujeres se convertía en un objetivo fundamental. En ese sentido, la copla fue construida por el Régimen como una herramienta política ya que a través de sus canciones, sabidas y cantadas por todas y todos, se aprendía a vivir el amor, a cómo sentir y a quién amar. Sus letras hablaron de enamoramiento, de anhelos, del mundo de la noche y la fiesta en los cafés cantantes o los tablaos; pero por encima de todo, hablaron de las mujeres y sus dolores. Ellas fueron su público principal y especialmente a ellas estuvieron dirigidas.
Las protagonistas de estas pequeñas historias hechas canción acabaron convirtiéndose en un referente para varias generaciones. Ellas representaron los estereotipos de la época acerca de lo femenino mientras narraban sus amoríos –siempre marcados por los celos, las mentiras y los dramas–. Fueron mujeres entregadas a los demás, eternas sufridoras o malqueridas que quisieron demostrar cómo la resignación y el sufrimiento eran parte inevitable del querer. Otras veces, las canciones hablaron de mujeres de mala vida o de aquellas que transitaban en los márgenes de la sociedad. El desenlace de estas, como si de una tragedia griega se tratase, estaba teñido de desventuras y maldiciones que advertían de los peligros de llevar otros modos de vida fuera de la moralidad del nacional-catolicismo”.
Marina García Moreno. “El silencio a voces. Una historia de las mujeres a través de la copla”. Pikara Magazine. 14/07/2017.
Si tenemos en cuenta este planteamiento, es en cierto modo entendible que la copla cause rechazo entre ciertos sectores de la sociedad española; para muchas personas la copla representa los valores de la España más taurina, carpetovetónica y rancia, en la que las mujeres sufren a pesar de su rol complaciente y los hombres dominan la escena, como los toreros el ruedo.
La copla que hoy os propongo ha pasado un severo casting, de hecho, cumple una serie de condiciones que me he autoimpuesto para la ocasión; en primer lugar, evitar a las intérpretes habituales del género (Concha Piquer, Lola Flores, Marifé de Triana, Estrellita Castro, Imperio Argentina, Rocio Jurado, Isabel Pantoja, etc.), a los compositores más conocidos (Antonio Quintero, Rafael de León, Manuel Quiroga, José Antonio Ochaita, Xandro Valeiro, Juan Solano, Ramón Perelló, Juan Mostazo, Salvador Guerrero, etc.) y las coplas más trilladas (“Y sin embargo te quiero”, “Pena, penita, pena”, “Torre de arena”, “El emigrante”, “Limosna de amores”, “María la portuguesa”, “Tatuaje”, “La bien pagá”, etc.); en segundo lugar, que sea una copla con cierto “quejío” flamenco, no excesivamente intensa o trágica, como esas en las que se paran los pulsos si dejas de querer, las que caminan por sendas de eterna amargura o las que se presentan en alcobas que son cárceles de condenación; y en tercer lugar, que no sea una copla machista o estereotipada en lo relativo al género, que pueda ser cantada, indistintamente, por un hombre o una mujer.
Apartad vuestros prejuicios, aunque sea sólo durante tres minutos, y escuchad la bonita copla que hoy os propongo: “Quien tiene la culpa”, una zambra portadora de una clásica historia de desamor, que fue compuesta por Francisco Marta Suárez y Pascual Saavedra Montada para La Niña de Antequera (1920-1972). Esta cantaora, según nos cuenta el periodista Manuel Román en el Diccionario de la Real Academia de la Historia, nació en Antequera (Málaga), aunque se crio en Jaén. Le costó destacar como cantaora flamenca e intérprete de coplas; a finales de los años cuarenta, participó en el espectáculo “Sol Andaluz”, representado en Sevilla, y después sería una de las habituales en los espectáculos del madrileño Circo Price. Compartió cartel con lo más granado del flamenco (Juanito Valderrama, Rafael Farina, Pepe Pinto, Pepe Marchena, Porrinas de Badajoz, etc.), a menudo enfundada en traje campero y sombrero de ala ancha, atuendo que llamaba la atención por estar habitualmente asociado a los hombres. Sus canciones más conocidas fueron “Con los bracitos en cruz”, “¡Ay, mi perro!” y, quizás, “Quien tiene la culpa”, que fue comercializada en 1959, formando parte de un single de cuatro canciones publicado por el sello Columbia.
Esta copla fue rescatada hace algunos años por el programa-concurso de Canal Sur “Se llama copla”, en sus diversas temporadas; os dejo cuatro versiones, dos de corte flamenco, como el original, a cargo de Alejandra Rodríguez y Álvaro Díaz, respectivamente; una más clásica, con un cierto regusto lírico, la de Gloria Romero; y la última entre el estilo de Marifé de Triana y la copla melódica, interpretada por Anabel Collado.